El jueves 15 de septiembre se celebró el día de la independencia, por lo que aprovechamos para viajar por todo México en un auto rentado. Sin duda, fue el mejor fin de semana en este país.
El día de antes el Atlético Colmillos tenía una cita crucial: debía ganar el último partido de la liguilla; y no defraudó. Ganamos 5-0, jugamos al toque (dentro de lo “al toque” que se puede jugar en tales “campos”) y los españoles (mi amigo y yo) lo pasamos en grande marcando goles. El miércoles que viene disputamos los cuartos de final ante el equipo que ya nos eliminó los dos años anteriores. Ayer me llamó el capitán muy motivado y con ganas de jugar el partido ─hay que ver la euforia y las ganas con las que viven cada momento estos mexicanos─.
En un primer momento teníamos pensado comenzar el puente el jueves, pero como nuestro destino era algo lejano y ya no teníamos clases después de comer, nos plantamos en el aeropuerto a las 17:00 horas para rentar un auto. Los mostradores de cada compañía estaban todas juntos, por lo que regateamos una por una hasta que nos ofrecieron el precio más barato. Por 2000 pesos (120 euros) teníamos un coche cinco días (de miércoles a domingo). Alquilamos tres, pues éramos trece (un holandés, una chilena, dos mexicanos, y nueve españoles ─del País Vasco, Navarra, Valencia y Madrid─); y finalmente, por 462 pesos por persona (algo menos de 30 euros) nos movimos por Oaxaca, Monte Albán, Hierve el agua, Zipolite y Puerto Ángel.
Una de las mejores autopistas de México |
A las 02:00 llegamos a Oaxaca. Tras más de seis horas por autopistas (y digo autopistas porque había que pagar peaje, ya que la carretera, en la mayoría de los casos, era un carril lleno de baches, algunas veces sin asfaltar) angostas y repletas de curvas, desprendimientos y animales (gallinas, burros, caballos, vacas, águilas…), entrábamos en la casa de una amiga mexicana. Tanto ella como su abuela se portaron de maravilla. Los trece dormíamos plácidamente hasta que (a eso de las cinco de la mañana) empezó a cantar un gallo cercano. Desayunamos tortitas con tomate, jugo y café; nos bañamos en una tina (con cubos de agua no muy fría que nos ayudaron a despertar del todo); y nos poníamos rumbo a Monte Albán, un yacimiento arqueológico parecido al de Teotihuacan. Como en muchos de los sitios turísticos, pasamos gratis por ser alumnos de la UNAM, pues la entrada valía 50 pesos. Nuestra amiga mexicana nos explicó todo bastante bien, y disfrutamos de las vistas de todos aquellos paisajes, solo un aperitivo de lo que íbamos a poder apreciar en los días sucesivos.
Monte Albán |
Tule |
Comimos junto a “El Tule” (el árbol más antiguo de América Latina: más de 2000 años de edad, 58 metros de grosor, 42 metros de altura, 14 metros de diámetro y 636 kilogramos de peso) unas quesadillas de pollo y pastor (especie de carne de porcino adobada muy típica y rica) por poco dinero y probamos el famoso mezcal (bebida alcohólica natural que se obtiene por la fermentación del agave ─especie de cactus parecido al aloe vera─). Tras dar una vuelta por un mercado de artesanías oaxaqueñas agarramos los autos para empezar a disfrutar de aquella noche: pues se festejaba “el grito” en el zócalo (catedral del centro histórico). Como era el cumpleaños de una muy buena amiga madrileña, compramos una tarta y firmamos una bandera mexicana mientras tomábamos unas chelas en el centro de la ciudad. A las 23:00 horas el gobernador de la ciudad comenzó a gritar: “Vivan los héroes de la revolución, Viva México…” y los millones de personas allí presentes (no quiero pensar la gente que habría en el Zócalo de DF) festejaron por todo lo alto un día tan importante para ellos (quizá el que más).
Con tanta multitud hay que llevar cuidado, pues son muchos los que aprovechan para meter mano en bolsillos ajenos. A uno de nosotros nos robaron la cartera. Además, la policía tampoco ayuda mucho; la mordida (soborno, “para los refrescos” como lo mencionan ellos) estuve presente en nuestro viaje a los primeros minutos, pues al circular por el carril bus nos multaron. Tras tomar unas chelas y cenar, no muy tarde, nos acostamos. Al día siguiente había que madrugar para ir a la ansiada playa.
Hierve el agua |
De nuevo el gallo nos saco de aquellas camas, sofás y colchonetas improvisadas para desayunar Tlayudas (especie de tortitas con carne ─chorizo, cecina, panceta─, queso Oaxaca y verduras), más grandes y sabrosas de las quesadillas habituales. Esta comida típica de aquí era muy parecida a la torta de gazpachos española. Antes de dirigirnos a la playa teníamos marcado un destino obligado: Hierve el agua. Unos amigos catalanes habían hecho la misma aventura (y digo aventura porque viajar en auto por México es una verdadera tragicomedia) la semana pasada, y nos marcaron, con razón, este lugar como inolvidable. Unas piscinas naturales se alzaban en la cima de unas montañas, quizá volcanes, con agua limpia y tibia; podías disfrutar de un baño (ya no en las tinas) mientras admirabas el inmenso verdor que se extendía hasta el horizonte. Las fotos no muestran ni la mitad de lo que se sentía al estar allí presente. Al llegar allí y pagar los 20 pesos (1,20 euros) que nos pedían como cooperación para mantener este bellísimo lugar, vimos a un numeroso equipo que grababa, tras platicar con ellos supimos que se trataba de un comercial (anuncio) sobre la riqueza de México. Bajando aquel cerro podías ver el México profundo: mujeres que vestían con las ropas típicas y llevaban cestas en la cabeza, muros de cactus con banderas en la parte superior, casas con la segunda planta a medio hacer para los futuros hijos, desfiles en honor al día de la independencia, controles militares para supervisar el narcotráfico (nos cruzamos aquellos días con más de diez) y peajes improvisados por los habitantes de aquella zona. Como veis, las largas horas de carretera se veían compensadas por la cantidad de anécdotas e inimaginables situaciones con las que te encontrabas. Algo que me llamó la atención fue cómo un niño de no más de 12 años respondió a nuestro ¡Viva México! gritando: "Muerte al mal gobierno".
Pacífico |
La única manera de llegar a la playa, desde Oaxaca, era cruzando un cerro enorme: más de dos horas de curvas, desniveles… pero preciosas vistas. Había una falla geológica que reunía entre las montañas multitud de nubes. A modo de pasajeros de un avión, veíamos desde arriba todo lo que nos esperaba. Tuvimos mucha suerte con el clima, no llovió y la temperatura era alta (unos 22-24 grados) para estar tan altos. Si hubiera llovido y viajáramos de noche, llegar a nuestro destino hubiera sido dificilísimo, pues la niebla en esta zona era espesísima. Tras más de ocho horas, a las 23:00 horas escuchábamos el mar, pues casi no veíamos nada en aquellas playas vírgenes y poco transitadas, pues era temporada baja. Rentamos unas cabañas a 15 metros de la orilla, en la pura arena de la playa, por 50 pesos (3 euros por persona). Dormíamos 4 en cada habitación: con dos camas de matrimonio, sanitario, ventilador (pues hacía un calor horrible, bochornoso) y lo mejor: una ventana enorme con mosquitera (ya que había muchísimos mosquitos) que daba al Pacífico. Aquella noche dormí como nunca lo había hecho en México. No sé si sería por el cansancio acumulado o por el placer de escuchar las olas y sentir la (aunque escasa) “brisa marina” (así se llamaba nuestro alojamiento). A las 10:00 de la mañana me desperté sin nadie en la habitación, todos estaban desayunando en una taquería muy acogedora en segunda línea de playa. Una ensalada de mango y unas quesadillas con frijoles me dieron energía para hacer el tour que en ese mismo momento nos ofreció César, un mexicano muy simpático que vestía con una playera del Barça. Por 110 pesos (6,60 euros) por cabeza, hicimos un tour de más de cuatro horas por diversas playas de la zona. Se suponía que nadaríamos con tortugas y delfines, y que, con un poco de suerte, veríamos hasta tiburones, pero lo único que vimos fue un par de tortugas lejanas que se escondían en aquella inmensidad azul cuando te acercabas. Sin embargo, aquella opción mereció la pena: la barca tenía toldo (pues hacía un sol sofocante), íbamos todos sentados con nuestro respectivo equipo (chalecos salvavidas, aletas y gafas de buceo) y tomando chelas y tequila mientras el agua nos salpicaba gustosamente. Allí conocimos a unos mexicanos muy simpáticos que nos aconsejaron sobre nuestro regreso a DF (tristemente, de nuevo por Oaxaca y su temible cerro, pues por Acapulco habría un tráfico terrible al ser puente). Una vez que saltamos desde unas rocas de más de cuatro metros, comimos un pulpo exquisito y barato en una playa de no más de 20 metros de larga. Antes de que atardeciera llegamos de nuevo a Zipolite para ver cómo el sol se escondía en el horizonte del Pacífico.
Atardecer en Zipolite |
Ya era sábado por la noche y a la mañana siguiente debíamos partir de nuevo hacía DF, por lo que apenas dimos una vuelta por los antros (sin mucho éxito). Había sido un viaje relámpago, con muchos kilómetros (unos 2000) y demasiadas horas en la carretera; pero, sin duda, había merecido la pena. Nos llevábamos un recuerdo perenne y por ello no nos importó estar más de dos horas parados en un atasco de regreso por Puebla.
Atasco en Puebla de más de dos horas |
El lunes llegamos a las 04:00 de la mañana al aeropuerto, dejamos los coches y nos acostábamos para empezar la semana. Felizmente de inmigración aún no me han dicho nada (deben de haber hecho puente ellos también). Espero que el miércoles el Colmillos pase a semifinales.
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