¿Quién decía que el mundo es un pañuelo? Mi nuevo compañero de departamento es, al igual que yo, de la Universidad de Alicante. Resulta curioso que viva en México con alguien de la misma ciudad que yo; sin embargo, esta nueva convivencia cambiará de nuevo en noviembre.
Jorge Fernández Granados, Israel Ramírez y David Huerta |
El martes y el miércoles de la semana pasada tuvo lugar en el Salón de Actos de la Facultad de Filosofía y Letras de 16:00 a 20:00 horas el I Coloquio de Poesía Mexicana. En él tuvimos la oportunidad de ver, escuchar y aprender de longevos y precoces poetas: Karen Villeda, María Andrea Giovone, Roberto Cruz Arzabal, Jorge Aguilera López, Oscar de Pablo, Iván Cruz, Enrique González Rojo, Max Rojas, Mariana Ortíz, Martín Solares, Omar Soto Martínez, Jocelyn Martínez, Verónica Volkman, Tedi López Mills, Israel Ramírez, David Huerta y Jorge Fernández Granados. De todos había algo que aprehender, pero me entusiasmó sobre todo Karen Villeda y su perspectiva sobre la poesía digital y los nuevos proyectos de literatura digital; me fascinó la forma de entender la poesía del joven Oscar de Pablo; y me agradó volver a ver a Max Rojas y conocer a otro de los contemporáneos: David Huerta. También me llamó la atención la prodigiosa memoria de Jorge Fernández Granados, pues recitó perfectamente su poesía durante más de veinte minutos sin libro alguno.
El jueves, en una hora que tenía libre entre clase y clase, me colé en el I Seminario de Especialistas en Renacimiento. Mediante skype, posiblemente por incomparecencia, una voz inglesa hablaba sobre literatura italiana a los más de sesenta asistentes a la Sala de Videoconferencias.
El día siguiente hice un examen parcial de inglés. Me salió bastante bien, así que fui a celebrarlo a casa de mis amigos madrileños. Sin embargo, ese viernes no salí de fiesta: a la mañana próxima íbamos a Puebla a pasar el fin de semana.
Zócalo de Puebla |
A las 12:00 quedamos en metro Quevedo para desplazarnos hasta Tapo, la central de Autobuses. Por 220 pesos (13,20 euros) fuimos y regresamos de esta ciudad colonial que distaba a unos 100 km de Distrito Federal (2 horas contando con el denso tráfico). El camión (autobús) era cómodo, el aire acondicionado funcionaba y pasamos por dos casetas de peaje. En Puebla dimos una vuelta por el Zócalo y comimos un menú típico de aquella zona por 45 pesos (2,70 euros): crema de chayote, arroz con mole, chuletas de porcino (cerdo) con mole pasilla, frijoles y postre. Tenía ganas de probar el “mole”, pues estaba en boca de todos con los que platiqué de mi viaje a Puebla. Es un sabor extraño pero agradable, parecido al chocolate en aspecto y a crema de calabaza en sabor, pero con un toque picante apenas perceptible cuando se mezcla con carne o arroz.
Seguidamente estuvimos buscando un lugar donde pasar la noche. No nos costó mucho, a dos cuadras del zócalo rentamos una recámara para los cinco por 420 pesos (25,20 euros).
Dejamos el poco equipaje que nos llevamos (apenas una muda limpia y una camiseta de recambio) y nos pusimos a recorrer las coloridas calles de aquella ciudad en la que años antes Hernán Cortés había llegado con sus tropas. Las casas no superaban las dos alturas, todas eran de colores llamativos y estaban flanqueadas por suntuosas iglesias y catedrales. Dice la leyenda que hay iglesias como días tiene el año, aunque nuestro guía en Cholula, ciudad que visitaríamos al día siguiente, nos comentó que no había más de doscientas, cifra que, de todos modos, resulta increíble, contando con la escasa extensión de estas urbes. Los mercados de artesanías se entrelazaban por plazas y banquetas (aceras); cerámica, ropa, decoración, souvenirs se hacían hueco entre los escasos metros con el que cada cubículo contaba. Mi compañera chilena se hizo con un sombrero mexicano de terciopelo decorado con los colores de la bandera de la república (verde, blanco y rojo), la madrileña buscaba ansiosa una chamarra de una especie de lana y yo discutía con todos los patrones por una huevera; en este país no deben de usarlas, pues me costó muchísimo encontrar una para mi madre.
Vistas desde la Iglesia de Los Remedios (ahí tendría que verse el Popocatepetl) |
Por la noche dimos una vuelta por la Plaza de los Sapos, a un par de cuadras hacia el oeste del Zócalo. En todos los bares nos invitaban gustosamente a pasar, pero los precios una vez dentro no eran muy bajos. Así que pronto nos acostamos: a las 07:00 de la mañana sonaría el despertador para tomar el camión a Cholula. Este nos costó 7,50 pesos (45 céntimos) y tardó 30 minutos. Nos dejó en la calle que daba a la Iglesia de Los Remedios, en la cima de una pirámide del siglo VII d. C. y frente al Popocatepetl, un volcán inmenso que con asiduidad presenta la cúspide nevada. Ese día no tuvimos suerte, pues la polución y la nubosidad nos impidieron verlo. Antes de subir a la iglesia entramos a un museo que narraba la batalla, y el posterior triunfo, de Hernán Cortés. Describían la postura de La Malinche y la ruta que llevaron a cabo. Resultaba emocionante caminar por los mismos trechos por donde 490 años antes nuestros antepasados cabalgaban. En la base de la Plaza de los Altares contratamos por 150 pesos (9 euros) a Filiberto, el guía que nos acompañaría por todo el perímetro. Al igual que en Teotihuacan y Monte Albán, sonaba un graznido (se cree que del dios Quetzalcóatl) al aplaudir frente a las escaleras de la base piramidal. Platicar con esta gente que sabe tanto sobre su país y sobre el lugar que estás visitando te enriquece muchísimo.
Chapulines |
La ascensión a la iglesia fue muy amena, las vistas a la cuadriculada Cholula y los puestos de artesanías y frutos secos que había a los costados de la empinada subida te hacían caminar sin darte cuenta. Fue aquí donde por fin, tras mucho imaginarlo, probé el sabor salado y agrio de los crujientes chapulines (saltamontes). Compré una bolista para mi gente de España y desayuné una quesadilla de chicharrones al instante. Aunque el sabor de estos insectos me agradó, llevaba cinco horas despierto sin probar bocado. A la salida de una taquería que había junto a la ladera de la pirámide, me hice con unos calendarios aztecas que ya había estado a punto de comprar en Puebla. Hice bien, pues el precio de las artesanías es mucho más barato en Cholula. No ocurre lo mismo con la comida, que es más rica, variada y económica en la capital. Por este motivo, regresamos a la Plaza de los Sapos donde habíamos estado la noche anterior para comer Cemitas (quesillo, frijoles, aguacate, jitomate y mole) y pasear por un enorme y variado mercadillo. Aquí vendían antigüedades, objetos de segunda mano y artesanías. Entre las iglesias y los mercadillos, no hay tiempo para ver otra cosa en Puebla. A las 17:45 tomamos el camión de regreso a Distrito Federal. Dormimos las dos horas y llegamos a metro Tapo lloviendo, como ha vuelto a ser habitual esta última semana.
Arroz con mole |
Al llegar a casa hice lo peor que podía haber hecho: miré el estado de mi trámite migratorio en la página del Instituto Nacional de Migración. Debía presentarme en la oficina, pero el lunes no sería el día. Estaba cansado y no tenía ganas de empezar la semana en aquel lugar; prefería disfrutar unas horas más de sueño y de aquellos maravillosos recuerdos que me dejó mi visita a Puebla: un lugar que no puede faltar en tu visita a México.
Mercadillo de Puebla |
Acabo de cenar una tortilla de patatas con chile. Le da consistencia y un sabor más potente. Mañana quizá prepare una “gachamiga”, plato típico de mi pueblo. El jueves hay una charla sobre blogs, por lo que espero poder poner en práctica todos lo que allí me enseñen. El viernes, si el DF no lo impide, haremos una cena de clase de francés y el sábado mis compañeros del Atlético Colmillos me han invitado a la Feria de Mole. México es increíble.
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