viernes, 18 de septiembre de 2015

El estruendo lo llena todo

El auténtico grito, el estruendo, en el mercado de Coyoacán
Así describe José Emilio Pacheco el terremoto del 19 de septiembre de 1985 en «Las ruinas de México»: «El día se vuelve noche,/ polvo es el sol,/ el estruendo lo llena todo». Así lo recoge la Gaceta de la UNAM. Hoy se cumplen treinta años del desastre. Estos días los sentidos se sobrecogen ante el temblor de banquetas, elevadores, secamanos, regaderas y vehículos que convierten cada día en un acercamiento al objetivo de esta estancia: la dimensión social en la poesía mexicana desde 1960. Herencia, tradición y renovación en la obra de Vicente Quirarte. 

            Tras el regreso de mis padres a España, me quedan tres meses en México. La tesis doctoral ocupa ya cualquier idea. Sin embargo, en la ciudad defectuosa siempre hay complementos que permiten oxigenar las letras del esmog.
            El 15 de septiembre se celebró el día del grito. La Independencia de México congrega cada año a miles de personas en las plazas de las distintas delegaciones del Estado y la República (parezco esa chistosa reportera del noticiario de Milenio). En 2011 lo vivimos en Oaxaca, donde nos acogió nuestra carnalita Igdalia; ahora en la capital. Esta vez hay un problema sin resolver, entre tantos otros: el 43 sigue siendo un número con unas connotaciones inolvidables (en el peor sentido de la palabra). En un mes se cumple un año de la desaparición de los estudiantes, del déjà vu de Tlatelolco, de la incomprensión «humana». Por esto, y por el desastre (no natural) del gobierno, se habló de no acudir al Zócalo para no gritar con el presidente. Unos tantos aguantaron la lluvia que nos viene visitando cada tarde para gritar, pero no precisamente «¡Viva México!». Yo fui al centro de Coyoacán con mi casera, la misma que tan bien me trató y me hospedó hace cuatro años. Familias «enteras» hacían cola (cómo no) para acceder a la plaza que días atrás recorría con mis padres. Aún se podían sentir sus pasos. La lluvia no los borra. Un mercado enorme vendía de todo. Lo que imagines: comida, bebida, ropa, libros… Horas antes de la «Marcha de Zacatecas» y el «Huapango» de Moncayo que unos niños militares (con perdón) acompañaban, comimos rico pozole (así lo anuncian). Paseamos por las calles más antiguas y, quizá por ello, menos firmes. Platicamos gustosamente. Un rato muy agradable. Ahora que escribo platicar pienso en las diferencias con conversar. En mi opinión, conversar es el hecho de compartir palabras de forma oral o mental, y platicar es mucho más: es la forma de mostrar al otro una idea ordenada, donde los gestos, los tonos…, la pragmática al fin y al cabo, conllevan una atracción por el lenguaje. Seguramente uno puede conversar consigo mismo, pero no platicar. Este último verbo, esta acción, es necesariamente social. Siento el paréntesis, debo de estar conversando conmigo. Mismo.
Quesadilla en proceso, en comal
            Hablábamos de que tras el grito volvió a llover y no quedó otra que regresar a casa para ir a la lavandería al día siguiente. En la que han abierto últimamente (pues estaba cerrada a pesar de lo que decía la puerta) lavan y secan la ropa por 26 pesos (euro y medio más o menos) el quilo (¿se puede seguir diciendo con «ka» de quilo?). El problema es que hay que ir a recogerla al día siguiente. Además, como denunciamos, no estaba abierta. Así que fui al Walmart, según hacía en aquel año impar. Por 44 pesos más 5 de detergente que olvidé (en total menos de tres euros) puedes ocupar una lavadora de tres quilos mexicanos (es decir, amplios, como todo). A la vuelta, mis compañeros de piso me ayudaron a arreglar el ordenador, que no termina de conectar el Wi-Fi, preparé unas quesadillas en el comal y me fui a la librería Gandhi a retirar los boletos del concierto que Lila Downs dará el día de muertos en el Auditorio nacional. Me dio mucho gusto encontrar libros de Quirarte, una edición de aniversario de La tumba de José Agustín y ver una montaña de libros de Juanjo Millás.

Libros en Gandhi

Biblioteca Nacional e Instituto de Investigaciones
Bibliográficas (no hay indicaciones de este último)
            Ayer y antier el temblor acompañaba las idas y venidas: en eso parece resumirse cualquier acto, el trabajo, la vida: en una separación, iniciación y retorno. Fui a la Unidad de Posgrado para tramitar la credencial UNAM, volví a la Biblioteca Central; fui al Instituto de Investigaciones Bibliográficas, regresé a la Facultad de Filosofía y Letras, fui a la Biblioteca Nacional, torné a Arquitectura, donde decían que se come bien. El Pumabús va siempre repleto, a veces esperas casi una hora y el que pasa no tiene más lugares. El contacto no siempre se hace con tacto. Pero siempre hay taxis (pese a lo que diga Gabriel Zaid en su «Teofanía»). Anormalmente encuentras un destello de felicidad en el otro que se instala en ti: una sonrisa en la mayoría de las veces recompensa el caos del ocaso. Al atardecer la gente sale de trabajar y yo pienso en los contrastes de esta ciudad, ya presentes en el terremoto de 1985: ejemplo de labor humanitaria y, tristemente, la oportunidad para el saqueo y el provecho de los malandrines (palabra esta última, por cierto, muy común).

            Ya es sábado. Hay mercado en Eje 10 Sur. Te echaré en falta, carnal, Chucho, una vez más. Tengo ganas de ir: dicen que «hay un puesto buenísimo/ con tortillas azules/ y blancas/ gorditas/ re/
llenas/ y el mejor pan de elote/ que yo haya» querido comer. Agarraré fuerzas para la semana. Se presenta llena de poesía y de México. El lunes, si no pasa nada (o mejor, si pasa algo), veré a Quirarte. Gracias.

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